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En el
principio de los tiempos, los zapatos no existían. Existían las
piedras, el suelo, los árboles, el mar. Existían el día y la noche,
el barro, el arriba y el abajo, los burros. También existían las
nubes y el viento, las caracolas, los caracoles y la arena de la
playa. Pero los zapatos, no. Las personas, claro, tampoco; ni el
queso. Las personas y los zapatos llegaron al mundo casi al mismo
tiempo. Cuando la primera persona apareció por el mundo, lo primero
que se dijo fue: «Voy a hacer un zapato. A ver qué tal me sale».
¡Oye!, le salió de maravilla. Le gustó tanto, que se quedó a vivir
en él. Sí, era un zapato enorme.
El resto de personas, en cuanto lo vieron, lo imitaron. Empezaron a
hacer zapatos como locos. Les salían de formas y tamaños muy
diferentes, pero no les importó. Les fueron encontrando uso a todos.
Empezaron a comer en los zapatos. Así se crearon el zapato plano y
el sopero. El zapato de tacón que hoy conocemos se inventó en
realidad para poder terminar la sopa sin tener que inclinar el
plato.
Los zapatos no crecían en los árboles, pero algunos acababan en
ellos, porque el deporte favorito de las primeras personas era el
lanzamiento de zapato.
Incluso se soñaba con llegar a la luna en zapato.
Eso sí, al principio a nadie se le ocurría ponérselos en los pies.
La primera vez que alguien se puso un zapato fue muchos años,
siglos, milenios después de que se fabricara aquel primer ejemplar.
Fue un señor calvo que pasaba frío en la cabeza. Sí, en la cabeza.
Se puso un zapato en la cabeza y dijo: «¡Ay, qué alivio!», y se fue
por el mundo tan feliz. Descalzo, pero con la cabeza bien abrigada.
En realidad los zapatos acabaron en los pies gracias a Claudia. Fue
por accidente. Aquello le trajo muchas complicaciones, porque se los
puso sin querer y no pudo quitárselos en mucho tiempo..
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