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Mamparas
Cuadernos de Dramaturgia Contemporánea nº 10

"Mamparas" resultó ganador de la VI Muestra-Maratón de Monólogos
organizado por la sala Clan Cabaret y la Universidad de Alicante.


   Mi puñetera costumbre de bucear con los ojos abiertos fue la culpable de que viera una mujer desnuda por primera vez y de que quedara absorto y horrorizado, no tanto por el hecho de que fuera mi madre, como porque la estaba viendo desde dentro.
   Cuando nací, pues, ya tenía el miedo en el cuerpo.
   La segunda vez que estuve frente al cuerpo de una mujer sin ropa me produjo una sensación de desasosiego mayor si cabe que la primera. Fue en casa de tía Marta, un domingo tras la comida, mientras mis padres dormían la siesta en los sillones, con la televisión hablando sola como si estuviera loca, yo me deslicé en la somnolencia de la tarde hasta el aseo. Se oía el agua de la ducha caer, pero la puerta no estaba cerrada. Yo entré y me aproximé a la mampara. Limpié con la manga el cristal empañado y entonces fue cuando lo vi. Un temor grande se agarró a mis entrañas desde dentro, mientras mis ojos contemplaban horrorizados aquel monstruo mutante del otro lado del vidrio. Un extraño ser compuesto, al parecer, de carne y pelo, cuyas extrañas formas variaban según fuera su movimiento. La curiosidad me hizo pegar la nariz al cristal, buscando más información. Pero la imagen de cerca no me ofrecía ningún detalle tranquilizador; más bien al contrario: lo único que pude ver fue que aquel ser tenía una barba abundante y negra.
   ¿Cómo no asociar el miedo y el peligro a la imagen de la mujer si, apenas hecho el descubrimiento de la barba, el mundo pareció derrumbarse sobre mi cabeza? Un golpe, un dolor agudo y la voz de mi padre:
   -¡Marrano, con que espiando a la tía Marta! ¡Sinvergüenza!
   ¡Dios mío, aquello que yo había considerado un monstruo era mi tía! ¿Cómo podía ser? Con el tiempo comprendí que las deformidades de su cuerpo habían sido causadas por el cristal, pero, ¿y la barba? ¿Era la tía marta una mujer barbuda de incógnito? ¿Dónde escondía la barba secreta?
   Sin duda, el camino para llegar a conocer realmente la anatomía del cuerpo femenino ha sido largo, difícil y plagado de dificultades y de monstruos.
   Monstruos más terribles e irreales que los de las mamparas me esperaban aún, camuflados en forma de inofensivos juguetes, con su peinado de rubia pepera, con sus caderas imposibles, sus pechos exuberantes y su nombre propio: Barbie.
   Hasta que ella llegó, se fue pasando de la entrepierna lisa de la de las muñecas de cartón de posguerra, al agujero surtidor de las Barriguitas meonas y de ahí a la progresista Chochona. Pero, entonces llegó la Barbie, asexuándonos a todos y a todas. Por si no nos habían hecho bastante daño las enfermeras de los Click de Famóvil cuyas bragas eran visibles pero inextraíbles. “Las verás pero no las catarás”, parecían decir. Casi como una metáfora de lo que la vida nos tenía preparado.
   Pero la Barbie era ya el súmmun: tenían todas las partes de su cuerpo perfectamente definidas menos una. Las Barbies no tienen coño, como tampoco tienen sexo. ¿Alguien puede imaginar a la Barbie haciéndoselo con el Kent? ¡Uy quita, por dios! ¡Con lo que eso despeina!
   ¿Dónde ha quedado el encanto de la muñeca mediterránea? Las muñecas de aquí siempre han sido más desenvueltas y han mostrado sus anhelos abiertamente: “Las muñecas de Famosa se dirigen al portal...” desesperadas. ¿Para qué? “Para hacer llegar al niño su cariño... y su amistad”. Una mujer moderna, de su tiempo, que mantiene relaciones pero sin comprometerse prematuramente.
   Y esas Barriguitas, multiculturales. Que no eran todas de raza aria, como la yanky. Que las había indias, chinas... de todo. Y sobre todo, que tenían relaciones latinas, libres. No estaba todo tan preestablecido como en el mundo anglosajón: La Barbie con el Kent. La Nancy con el Lucas. Que sepa todo el mundo que la Barriguitas china de mi hermana se lo hacía con mi Geyperman negro. ¿A que eso no sale en Toy Story?
   Y después el culmen: La Chochona. Reivindicándose a sí misma en un acto de autoafirmación femenina sin parangón en lo masculino (por lo menos hasta que aparezca el muñeco Pollón).
   Ninguna marca hizo muñecas con barba, cosa que habría despejado mis dudas y me habría hecho, sin duda, más feliz.
   Las primeras luces sobre el tema de las barbas femeninas me esperaban a la vuelta de la esquina. Exactamente de la esquina de la calle Comandante Franco con General Millán Astray (en San Gabriel los nombres de las calles no tienen nada que ver con la afabilidad de sus gentes y con el azul de su mar, cuando la depuradora no le cambia el color a ese trocito del Mediterráneo). Allí había un pequeño y sombrío habitáculo. Allí me llevó mi madre un día.
   Entrar en el taller del zapatero fue como introducirse en el territorio del saber. En sus paredes, se congregaban cientos de mujeres, miles quizá. En las posturas más extrañas jamás vistas hasta entonces, con restos de ropajes inimaginables algunas. Allí estaban Wendolín, Marta, Bárbara, Enero, Marzo, Junio, Irene... Todas exhibiendo sus anatomías... y sus barbas. Algunas incluso dejaban entrever los labios que ya habíamos intuido en la Nenuco.
   ¡Era cierto! No eran lisas como la Barbie. Las mujeres igual que los hombres tenían barba alrededor de la boca, pero no en la boca de la cara sino en otra que tenían ellas entre las piernas.
   Años más tarde seguí ahondando en el conocimiento, en el laboratorio de morfología femenina que instalamos los de mi clase, ya bastante más creciditos, en el aseo de segunda etapa. Había dos departamentos: bibliografía y tertulias. La bibliografía la constituían las revistas que Maximiliano reciclaba de su padre, y que nos proporcionaba por un precio desorbitado o un par de capones, según como anduviéramos de efectivo. Gracias a las tertulias formativas supe, por ejemplo, que de estar mucho rato con una chica podías sufrir un coito; o que algunas mujeres transmitían el orgasmo, algunas incluso sin llegar a padecerlo.
   No eran nocivas aquellas revistas, sino el hecho de que constituían toda la información que recibíamos. Las clases de educación sexual llegaron bastante más tarde y sólo consiguieron terminar de horrorizarnos, diciéndonos que las mujeres escondían trompas, bulbos y montes extraterrestres.
   Las imágenes congeladas de aquellas personas desnudas tenían un filtro que las deformaba. Había una mampara que las hacía irreales y sin embargo hemos deseado sus medidas y sus formas como si fueran reales. Una realidad que no encontramos después fuera del papel coloreado, no era la que luego estrechamos entre nuestros brazos. Tuvimos que aprender a desdesear lo irreal y a valorar lo palpable. Fuimos aprendiendo después que el relieve de las personas incluye necesariamente sus accidentes geográficos.
   Nos han equivocado los olores, los colores, las formas, las texturas y sobre todo los caminos para llegar a vosotras. Esto no pretende ser una excusa para que todo siga igual, pero sí que me gustaría pediros una cosa: Paciencia, compañeras, paciencia.

 

 

 

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