presentación     trayectoria    repertorio    libros    cursos    artículos    fotos    prensa   radio    blog     

 

 

 

 

 

 

Rosa Pálido.
Revista TaNtágORa nº2. Primavera 2006.

 

    Éranse una vez un rey, una reina y una princesa que vivían en un castillo de color de rosa rodeado por una alta muralla pintada de rosa.
    En el interior del castillo todo era rosado: las habitaciones, las camas, las paredes, las lámparas, el techo, los cuadros, los pasillos. Había veces que uno no sabía bien por dónde andaba, ni dónde estaban el arriba y el abajo y sentía la necesidad de salir al exterior. Pero una vez fuera del castillo, la cosa no mejoraba, porque todo aquello que se encontraba en el interior del recinto amurallado también era rosa: el tejado, los muros, los jardines, el foso, el agua del foso, sus cocodrilos, los árboles, las flores...
    Incluso se diría que el cielo tenía cierto tono rosáceo si se miraba desde allí.

    Un día de invierno, iba la princesa vestida de color rosa, paseando por el jardín de rosales rosados cuando, para su desgracia, se le prendió al vestido un copo de nieve blanca que nunca llegó a saberse de dónde vino, ni importa. Al ver aquel color desconocido luciendo campechano en su falda, la princesa palideció y se sintió indispuesta.
    No tardó el sol en derretir el copo y hacer que el vestido recuperara su color. Pero la princesa, que por aquel entonces acababa de ver pasar su vida en un segundo, no se repuso del susto y quedó pálida, casi tanto como el copo, y corrió rauda y veloz en busca del amparo paterno y de su monárquico cobijo. Mas, en vez de consuelo, halló la incomprensión de unos padres firmes y rígidos que, al encontrar a su hija única de tan anómala tonalidad, le riñeron con palabras tan severas como estas:
    -¿No entiendes, querida niña, que nuestro linaje renunció a la sangre azul en favor del rosado que nos distingue y diferencia? -dijo pomposamente el rey.
    -Adorada princesa, heredera de nuestro trono, te pido, te ruego, te exijo, te impongo, que recuperes tu color rosita, cariño -añadió la madre.
    -¡Como no te vuelvas rosa ahora mismo, te vas a enterar, niña! -concluyó el abuelo del que hasta ahora no habíamos dado noticias, ni volveremos a hacerlo.

     Ella no tenía ninguna intención de desobedecer a su familia, pero la estaban asustando. Por supuesto, cuanto mayor era el susto, más intensamente blanquecina se tornaba su tez.

    Inmediatamente, el rey y la reina promulgaron una ley que obligaba a cualquier persona que fuera hija suya a recuperar su color originario. Pero no sirvió de nada.

   Al día siguiente, mandaron a la princesa dar cincuenta vueltas corriendo alrededor del castillo para que, del sofoco, recuperara el color. La princesa consiguió completar la carrera, y se puso roja como un tomate, pero no tardó en palidecer repentinamente, debido a su falta de costumbre en los esfuerzos físicos y al soponcio que le sobrevino.

    Poco después, la hicieron bañarse en zumo de fresas. Aquel año nadie comió fresas en todo el reino porque para llenar la bañera real hubo que exprimir toda la cosecha. La princesa quedó de color rosa, de un rosa... pringoso.
    No tardó el olor de aquel mejunje en atraer a las doscientas treinta y siete moscas con que contaba aquel reino. Durante una semana las moscas no dieron demasiado la lata. Estaban todas encima de la princesa. No hubo manera de espantarlas hasta que acabaron con el zumo y se marcharon dejando a la vista el espanto de una princesa impresionada por el contacto continuado de las doscientas treinta y siete diminutas lenguas.

    Después de la ley, la carrera y el baño de fresas, todavía tuvo que soportar un severo régimen a base, exclusivamente, de pétalos de rosa rosa.

    Al cabo de un tiempo, lejos de mejorar, la princesa, de la que aún no hemos dicho el nombre, estaba tan blanca como una sábana blanca, como un huevo blanco por fuera, como un enfermo pálido, como el copo de nieve y pensó que, antes de llegar a estar blanca como una muerta, sería mejor tomar la iniciativa y buscar por ella misma la solución.

    Visto que en el interior de las murallas no parecía encontrarse el remedio, se armó de valor y se decidió a salir por primera vez a la parte del mundo que quedaba al otro lado de las murallas, y de la que sólo había oído decir que existía.
    Al abrir los grandes portones quedó impresionada por el sinfín de colores de los que tú y yo hemos disfrutado toda la vida, pero que ella jamás había imaginado. “¡El mundo es cromáticamente variado!”, pensó.

    Se maravilló del verde de los árboles y los campos; del amarillo de los girasoles y del trigo; del rojo de las amapolas y de las lenguas de las vacas, del negro de las golondrinas; del azul del cielo y del mar... y también, como no podía ser de otra manera, del azul del príncipe azul que bebía agua en la fuente en el preciso momento en que ella dirigió hacia allí su mirada, que también es casualidad pero, mira, los cuentos de princesas son así.

    -¡Rosa! -la llamó él al ver el color de sus vestidos.

    Ella no se llamaba así, pero le pareció un nombre perfecto y supo que se encontraba en el camino adecuado para recuperar su color. Ahí tomó su primera decisión: desde ese momento y para siempre se llamaría Rosa y no María Virtudes Eugenia Margarita Antonia Manuela de Todos los Santos, como era hasta ese momento su nombre oficial.

    En cuanto se fijó un poco en el príncipe azul, su corazón le dijo que era su príncipe azul y notó unas cosquillas en la barriga y las piernas empezaron a temblarle y el susto del amor la hizo palidecer más aun, todo lo que una persona puede, y eso que blanca ya venía.

    Al verla de tal guisa, él se preocupó por ella, se le acercó, e hizo lo que suelen hacer los príncipes para resolver las cosas: le dio un beso. Aunque aquel beso fue de esos castos y despachurríos que suele usar la realeza, Rosa recuperó automáticamente el color de sus mejillas. Más allá del rosa, se puso colorada como un tomate maduro. Y llevada por un impulso irrefrenable, lo besó, ella a él, allí mismo, sin contemplaciones y él se ruborizó como otro tomate en el mismo punto de madurez que el de antes.

    Como se habían besado pensaron que no tenían más remedio que casarse, puesto que esta historia no trata de la vida real, sino que es un cuento.
    Pero de vuelta al castillo monocromo, la princesa, ya de nuevo rosada, y el príncipe con su azul recuperado, sabían se enfrentaban a la oposición de que la monarquía suele hacer gala a la hora de mezclar los casamientos y los colorines. Vamos, que no sería fácil que un príncipe de otro color ocupara el trono hasta entonces tantos años rosado. Pero antes de que ni rey ni reina pudieran abrir la boca para mostrar su descontento, los tórtolos se dieron un beso allí mismo, delante de los padres que adquirieron de pronto y momentáneamente aquel color de tomate maduro que tanto empezaba a llevarse en aquel reino y no tuvieron más remedio que admitir que en el rubor, el amor y el enfado no hay colores que nos diferencien.

    Y la boda se celebró y fueron felices en ella y comieron todas las perdices que pudieron y mandaron acabar aquí este cuento porque, como eran gente de mundo y viajada, sabían que los cuentos acaban en la boda para terminar bien y no empezar a airear las miserias de la vida cotidiana y la convivencia que nos hacen a todos reales por muy de cuento y que parezcamos en un principio.

 

  pabloalbo@pabloalbo.com                                     699 235 228