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Diógenes es una micronovela exenta de pedagogía y buenas intenciones, hecha de pedacitos que se entrelazan, se mezclan, se inmiscuyen unos en los otros y, entre humor absurdo y ternura, llevan al lector hacia un trágico final.

En la obra, Diógenes nos habla de su familia y de sus peculiares aficiones. La costumbre del acopio, como lo llama el padre. Los abuelos se conocieron recogiendo charcos los días de lluvia; la hermana mayor acumula objetos inservibles; el hermano pequeño, cualquier cosa que se pueda contar; los padres, cualquier cosa que pueda contar el hermano pequeño; el tío cartero colecciona cartas de amor; Diógenes, de todo: un submarino, una duna, un bosque de eucaliptos, cincuenta y siete boyas con sus cincuenta y siete campanas.

 


 

   
 

DIÓGENES (primeras páginas)

 

DUNA

De ir todas las tardes a la playa a por caracolas se me fue formando una montaña de arena en la habitación. Me la traía en los zapatos poco a poco sin darme cuenta.

            -Me llamo Duna –parecía decir.

  

-Las dunas son montañas nómadas –me dijo mi hermana.

-Yo tengo una -le contesté.

-¿Ah, sí? ¿Dónde?

-Ven conmigo.

Cuando llegamos, mi habitación estaba llena de caracolas y vacía de montañas.

-¿Qué quiere decir nómada? -le pregunté.

  

Desde entonces por mi casa ronda una montaña nómada, Duna.

Como ha vivido aquí desde pequeña no se escapa, aunque siempre tiene la puerta abierta.

 

 

EUCALIPTOS

La verdad es que no recojo sólo caracolas y arena. Muchas otras cosas también. No puedo evitarlo, me viene de familia. Cuando veo algo por ahí tirado, abandonado, me lo llevo.

Me acuerdo de lo de los eucaliptos. Andaba por Galicia. Los vi y me dije, ¿qué hacen aquí estos árboles? Ellos, claro, no dijeron nada, pero se notaba que no eran de allí.

Me los llevé con la intención de devolverlos a su sitio.

 

Cuando llegamos a casa los dejé en mi habitación un momento. Fue solo un momento. El tiempo justo de ir a la biblioteca para saber qué comían.

En la enciclopedia no explicaba cómo se alimenta un eucalipto, pero me extrañó aquella frase: “Especie de crecimiento rápido”.

 

Volví corriendo a casa por si era peligroso. Cuando llegué era tarde. Ya les había dado por crecer. Y crecieron y crecieron ¡madre mía! hasta el techo. Y no se detuvieron. Levantaron el techo, que es el suelo de la habitación de mi hermana mayor. Ella siempre está ahí, pensando en las cosas trágicas de la vida.

  

Ahora no tengo un montón de árboles. Es un bosque. Y mi hermana... bueno, le gusta. Está más cerca de las nubes. Ya hacía tiempo que no andaba con pies en el suelo.

Le gusta.

  

Desde mi bosque de “crecimiento rápido” a veces oigo a mi padre:

-¿Quién se ha dejado una montaña en el salón?

-Es una duna, papá.

-Bueno, lo que sea. No es lugar.

-Se va sola.

-Ah, vale

[...]                                                               Pablo Albo.                                 

   
       

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