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LA OBRA
Para Pablo Albo, Marabajo es un libro sin pies ni cabeza (ningún libro los
tiene). El autor se concentró en hacer un uso creativo del lenguaje,
abusar de los juegos de palabras y buscar las situaciones más
descabelladas posibles, aunque para ello tuviera que incluir
historias de amor o aspectos que pudieran resultar entrañables. Con
tanto lío olvidó dar prioridad a la educación en valores, incluir
aspectos edificantes, conductas ejemplares y... en fin, ya me
entienden.
A decir del jurado es "una historia ingeniosa, divertida, ágil, con
un estilo narrativo propio y personal, un buen gusto por jugar con
las palabras y utilizar el lenguaje como divertimento, lenguaje
abierto que, en cierto modo, invita a la participación del lector".
Cuenta la expedición emprendida
por entre veinte y treinta cangrejos y un calamar gigante que
nació prematuro en busca del dueño de una bota que cayó en el mar. En el trayecto se verán
afectados por los acontecimientos que ocurren
mar arriba y mar abajo. Pedirán consejo al mejillón más
anciano del océano, conocerán a las tres gambas rojas más filósofas
del mundo, descubrirán perlas transparentes y vivirán lluvias de
pétalos de margarita y otras cosas que callamos, siempre
bajo la mirada atenta y vigilante de los erizos de
mar. Al final acabarán en la Bahía de los
Doce Puentes (de donde es originario el autor y que es uno de los mejores
sitios para estar). Allí tiene lugar el desenlace que no desvelamos.
Pablo Albo reconoce que en el
proceso de escritura se decía a menudo a sí mismo: "¿A que
no eres capaz de dejar eso" y le daba la risa y se le olvidaba
borrarlo. |
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MARABAJO
(primeras páginas)
CANGREJOS y CALAMARES.
En el fondo del mar hay una roca, pero no en lo más hondo. Si
estuviera en lo más profundo no le llegarían los rayos del sol y los
cangrejos no podrían vivir en ella, y en esta roca viven veinte o
treinta cangrejos, aunque no se les vea. Permanecen ocultos en las
cuevecillas de la roca, porque por esa zona pasa mucho el calamar.
Ese calamar no come cangrejos, ningún calamar lo hace, pero es muy
pesado.
Siempre está con el mismo rollo de “es que yo soy un calamar
gigante...”. Lleva años contándolo aunque tiene un tamaño normal,
más bien tirando a bajito. “Es que me quedé pequeño”, te dirá,
“¿quieres sabes por qué?”. Da igual lo que contestes, él seguirá,
“es que mi madre era una calamara gigante de doce metros de largo y
dos toneladas de peso. Le gustaba pasar las noches de primavera
mirando las estrellas. En primavera todos los calamares y las
calamaras están enamorados. Por allí pasaba un barco también
enamorado. El barco y mi madre se amaron y de ese amor loco nací
yo... pero prematuro, por eso me quedé pequeño. Es que el barco
abandonó a mi madre. Los barcos, que nunca paran quietos. Nunca. Mi
madre, del disgusto, nos tuvo antes de tiempo a mis quinientos trece
hermanos y a mí”.
Lo peor de que el calamar te cuente todo esto es que, mientras lo
hace, suele escapársele una lagrimilla. Las lagrimillas de calamar
no se parecen a las de cocodrilo, que son falsas y transparentes.
Las lágrimas de calamar son sinceras y de tinta y ponen el agua
turbia.
Por eso si un cangrejo quiere tomar el sol evita encontrarse con el
calamar. Para ello, levanta primero un ojo y observa, luego el otro
y mira y, si no hay calamares a la vista, sale. Pero por esa manía
que tienen los cangrejos de andar hacia atrás, no suelen verlo.
En el fondo (del mar y de su alma) los cangrejos saben que más
pesadas son las ostras. Se lo dicen al calamar gigante que se quedó
enano cuando, al cabo de un rato de estar hablando, dice: “¿Te
aburro?”, y por no decirle que sí, pero tampoco mentirle, levanta
los hombros como diciendo “más pesadas son las ostras”.
Eso es cierto. No se sabe de ningún cangrejo que dijera nunca una
mentira. Ni una verdad. Tú y yo sabemos que los cangrejos no hablan.
Las ostras sí hablan. Bueno, no sé si es hablar lo que hacen. Sólo
saben decir una frase: “Voy a hacer una perla”. Y para decir “voy a
hacer una perla” se pueden tirar más de una semana. Eso aburre
incluso a la propia ostra. Y mira que ya de natural no es que sean
muy divertidas.
Pero bueno, no es normal que un cangrejo se quede una semana entera
para oír decir a una ostra “voy a hacer una perla”. Cosa que además
no siempre es cierto... o a lo mejor es cierto, pero son tan lentas
que algunas mueren antes incluso de haber empezado.
Por eso los cangrejos las llaman voyas, porque es todo lo que les
han oído decir “voy a...” y eso fue el cangrejo que más rato se
quedó escuchando, un tal Gregori Smizer. Quería escuchar entera la
frase y batir así el record de escuchar ostras, pero por allí pasó
el calamar y empezó con su rollo “yo soy un calamar gigante...” y
Gregori tuvo que irse.
El calamar se quedó con la ostra porque la pobre es muy lenta
desplazándose y resulta que era de las sinceras, que era cierto lo
que decía, que iba a hacer una perla, pero empezó justo cuando el
calamar lloraba y se creó la primera perla negra.
Esa perla habría sido la estrella de la zona si no llega a ser
porque tres gambas rojas encontraron una perla transparente poco
después, como se verá más adelante.
Además, estrella ya tenían. Era una estrella de mar bastante
normalita, colorada como una gamba roja, que se creía la estrella de
la zona y no quería que nada ni nadie le hiciera sombra y como esa
perla le habría hecho sombra, dijo “vaya tontería, te ha salido mal”
y la enterró y después bostezó como si nada pasara, como hacen a
menudo las estrellas de mar que olvidaron su origen celeste.
Por aquella zona también pasaba un caballito de mar pero, como todos
los caballitos de mar, era un orgulloso y un señorito y había que
tratarle de hipocampo o nosequé y por eso no le dijeron nada de la
perla negra ni de nada.
Quizás hubiera un erizo cerca, pero de los erizos ya habrá tiempo de
hablar más adelante. Como se suele decir el fondo marino “los
mejillones primero”.
150 000 MEJILLONES
En un pequeño recoveco de una roca de La Bahía de los Doce Puentes
nacieron 150 000 mejillones. El recoveco era grande como una moneda
pequeña. Los 150 000 mejillones nunca habían visto una moneda
pequeña, pero si la hubieran visto y supieran hablar, habrían dicho
¡Ooooh!, porque les habría parecido una cosa enorme. Pero los
mejillones no saben hablar. O a lo mejor sí que saben pero no pueden
porque no tienen con qué hacerlo. Quizá lo habrían pensado “Oooh”.
Nunca sabremos si piensan los mejillones. En cualquier caso, a
cualquier mejillón, ese diminuto recoveco le parecía grande como un
estadio de fútbol (aunque no se tienen noticias de ningún mejillón
que haya estado en un estadio de fútbol, al menos con vida).
No te lo he dicho todavía, pero lo intuyes, que los mejillones eran
diminutos. Pequeños, pequeños. Bueno, ni siquiera llegaban a
mejillón, eran todavía mejillas, lo que nosotros llamaríamos larvas,
pero ellos odian ese nombre.
Una ola grande de ese tipo de olas grandes que acostumbran a azotar
con rabia las rocas o lo que se les ponga por delante en los
temporales, rompió la roca, destrozó el recoveco y desperdigó a los
150 000 mejillones por el mar Mediterráneo.
No tardaron en morir 12 358 devorados por sargos, salmonetes,
besugos, atunes, anchoas y toda clase de animales no identificados o
de nombre demasiado complicado como para molestarse en reproducirlo
aquí.
567 al caer en hoyos profundos, profundos, profundos donde no llega
la luz del sol ni los cangrejos ni las personas y donde los
mejillones no pueden vivir y por eso mueren.
77 fueron devorados por Patricia, Pepita, Paco, Maribel, Sergio,
Nuria, Toño, Beatriz y Antonio. Claudia y Ulises también estaban
pero no devoraron ninguno porque no les gustan los mejillones.
24 760 acabaron en escabeche.
5000 en una paella.
250 en muchas otras paellas.
170 murieron al vapor con laurel y limón.
25 al vapor sin limón (no quedaba).
1850 fueron arrastrados por corrientes marinas que les llevaron a
aguas frías y murieron congelados.
Otros 1850 fueron metidos en congeladores y también murieron
congelados.
Dos murieron atropellados por un tranvía, que también es mala
suerte, mira que pasan pocos tranvías por el fondo del mar.
Uno murió de un fuerte estornudo, al pillarse la molla con la
concha.
Otro murió del susto que le dio el fuerte estornudo del que murió al
pillarse la molla con la concha.
Otro murió de dentera al ver a su hermano pillarse la molla con la
concha al estornudar.
Otro murió de pena, por el del estornudo.
Otro de pena por el del susto.
Otro de pena por el la dentera.
Otro de pena por los que murieron de pena.
Otro se murió y punto.
Dos se murieron y dos puntos.
Tres murieron y puntos suspensivos.
Dos murieron en el hundimiento del Titánic (uno del susto y otro
chafado).
Ninguno murió por accidente de tráfico (si no contamos a los dos
atropellados por el tranvía, que también es mala suerte).
Uno raro murió y punto y coma.
103 000 murieron de amor.
Dos de frío.
Dos de calor.
Uno de asco.
Cinco de aburrimiento.
Ocho de empacho al comer demasiado... en fin de eso que comen los
mejillones.
Uno por casualidad.
Otro por bivalvo.
Otro por molusco.
Cinco murieron de rabia (estos estaban verdes).
Ocho de envidia (estos también estaban verdes).
Uno por tonto.
Otro por reírse del que murió por tonto, es decir, dos murieron por
tontos.
37 mejillones llegaron a morir de viejo mientras el agua del mar
movía sus barbas de aquí para allá.
Uno murió de cansancio al tratar de recontar las muertes de
mejillones para ver si sumaban 150 000. Murió justo cuando acababa
de sumar y le daba 149 998. Su muerte, claro, no la contó.
Esta es la historia de un viejo mejillón que nació en el recoveco de
una roca de La Bahía de los Doce Puentes con otros 149 999 y que una
ola desparramó por el mar. Y que llegó a viejo y siguió siendo viejo
por mucho tiempo y llegó a ser el más viejo de todo el mar y de
barbas más largas y al que un día acudieron un calamar, tres gambas
rojas y entre veinte y treinta cangrejos para interesarse por el
dueño de una bota. Pero no voy a contártela todavía, antes veamos lo
que pasó en aquella roca donde vivían los cangrejos cuando cayó una
bota (vacía).
[...]
Pablo Albo. |
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