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¿Rinoceronte?
¿Qué rinoceronte?
(primeras páginas)
Hasta que pasó lo del erizo, en mi casa nunca habíamos tenido
muchos animales.
Algún perro, un par de gatos, pájaros, una tortuga... Me parece
recordar que un conejillo de Indias, poco más.
Bueno, también hubo mosquitos en las noches de verano, moscas de vez
en cuando, alguna cucaracha que se colaba furtiva por la cocina,
salamanquesas en la fachada (“Lagartijas”, decía mi abuelo, “toda la
vida se les ha llamado lagartijas”).
En fin, nada fuera de lo común.
Fue la llegada del erizo de tierra lo que marcó el
inicio de todos los acontecimientos que terminaron por desbordar la
capacidad de aquella casa en la que vivíamos y que a punto
estuvieron de llevarme a la cárcel.
La llegada del erizo.(fragmento)
Antes de conocer a Flipi, nos parecía que un erizo de tierra era un
animal poco adecuado para vivir en un domicilio. «¿Quién será capaz de tener un bicho de esos en una casa?»,
pensábamos cuando los veíamos en las tiendas de animales. Pero a
Flipi no pudimos cerrarle la puerta de nuestra humilde morada por la
manera en que llegó a ella. Nos lo trajo un vecino compungido en una
noche de luna llena.
-Le he dado un golpe con el coche, pobre –nos dijo-. En
vez de salir corriendo y apartarse, cuando me ha visto venir se ha
erizado y se ha quedado parado en medio de la carretera. Se le ve
aturdido. Espero que no tenga nada grave. Yo salgo de viaje y no
puedo atenderle, pero he pensado que a vosotros os deben gustar los
animales y podríais haceros cargo de él –todo esto lo dijo en menos
de medio minuto. Ese hombre hablaba a la velocidad del rayo.
Su coche estaba parado en medio de la calle y delante de
él había una bola de pinchos. Mi hermana fue a casa y volvió con el
bolso negro de mi madre, el nuevo. Con ayuda de un palo y mucho
cuidado lo metimos en él y nos lo llevamos a casa. El vecino
reemprendió la marcha dándonos las gracias a través de la
ventanilla.
Los problemas empezaron cuando el erizo se negó a salir
del bolso negro de mi madre, el nuevo...
[...]
La avalancha.
Flipi fue el primer animal “poco doméstico” que llegó a casa, pero
no el último. Cuando la gente se enteró de que habíamos dado cobijo
al erizo, empezaron a regalarnos ejemplares de todo tipo. Al
principio perros y gatos, pero con el tiempo, especies de todo tipo:
un dromedario, un jabalí, una salamandra que se quedó en la pared y
apenas se distinguía entre el estampado del salón, una familia de
mandriles, una cabra que se pasaba el día en lo alto de la escalera
con las cuatro patitas muy juntas, un gorila sordo, un mapache
(“¿apache?”, preguntaba mi abuelo) y hasta un pulpo que desapareció
misteriosamente en la cocina.
Al final decidimos no admitir más animales y la gente dejó de
regalárnoslos, pero se buscó otras tretas: los dejaban en la puerta
de casa, llamaban al timbre y se iban corriendo. Así llegaron la
cebra, el rebaño de ovejas, una chinchilla que venía de Montearagón,
la rana arborícola, una docena de avestruces, las marmotas, la
mofeta que siempre estaba lejos (o quizá fuéramos nosotros quienes
nos apartábamos), la pareja de ciervos, la jirafa y la zarigüeya (“¿zari
qué?”, decía mi abuelo).
Dejamos de abrir la puerta para que no se nos colaran más animales.
Empezaron a echárnoslos por la ventana. Ese fue el caso del burro,
de la liebre que hizo madriguera dentro del sillón, de la vaca, del
oso pardo, y del equidna (“¿Equi qué?”, decía mi abuelo, “¡Menudo
bicho raro!”).
Bueno, y no cuento las palomas que llegaron volando por su propia
voluntad, lo mismo que el búho real, el águila imperial, el buitre
leonado y las cigüeñas blancas.
La verdad es que la abundancia de animales llegó a cambiar nuestros
hábitos cotidianos. No solo porque había que salir de casa con
cuidado para no tropezar con, qué se yo, una nutria, una koala o un
buey que hubieran dejado en la puerta. Ni porque acercarse a la
ventana fuera peligroso, te podía caer encima un burro o un
armadillo. Ni siquiera porque hubiera que mirar muy bien antes de
dar un paso o de sentarte. Me refiero a lo que pasaba cada noche con
las cigüeñas, el erizo, las termitas y mi abuelo.
Lo de las cigüeñas, el erizo, las termitas y mi abuelo.
Cuando llegaron las cigüeñas, anidaron en la lámpara (después de
echar a los periquitos que ahora viven encima de los cuadros de la
pared y las miran con rencor). Solo nos dejaban tener la luz
encendida hasta las diez en punto: ”Ya está bien”, parecían decir.
Si no apagábamos la lámpara a las doce, empezaban a crotorar y no se
oía la tele (“¿croto qué?”, decía mi abuelo).
Apagábamos la lámpara y encendíamos alguna vela para que el
rinoceronte no se topara con el sofá (mi hermana, aunque lo negara,
tenía un rinoceronte que era muy propenso a tropezar con las cosas).
Seguíamos viendo la tele hasta que llegaba Flipi y mordía el cable.
Pobre, se quedaba erizado ya para toda la noche por culpa del
calambrazo. ¡Hale, a comprar otro cable! Todos los días lo mismo. Y
como hasta el día siguiente no estaban abiertas las tiendas, nos
poníamos a leer un libro. Entonces llegaban las termitas y se lo
comían. No es que odiaran los libros, es que estaban amaestradas.
Hacían lo que yo les había enseñado.
En cuanto nos quedábamos sin libros, mi abuelo, a la luz de las
velas y en el silencio de la casa, empezaba a contarnos historias.
Todos los animales callaban y se sentaban frente a mi abuelo para
escuchar.
Tuve que tomar medidas porque la gente ni siquiera respetaba el
silencio y la calma necesarios para disfrutar de las narraciones de
mi abuelo. Mientras contaba su historia podía entrar por la
ventana... qué sé yo, un toro, un mandril o una culebra. Por eso
puse el cartel:
POR FAVOR, NO ARROJEN ANIMALES POR LA VENTANA
(al menos durante las narraciones de mi abuelo).
Tuvimos unos días de tranquilidad. Pero dos o tres días después de
poner el cartel estábamos concentrados en el cuento de mi abuelo,
cuando escuchamos unos ruidos en la puerta. Vimos que estaba cerrada
y no le dimos importancia.
Cuando mi abuelo terminó la historia y cada uno se disponía a irse a
su cama, madriguera, cubil, nido, guarida, recoveco... en fin, a
retirarse, vimos un elefante en la puerta. Dentro de casa. La puerta
estaba cerrada. El elefante estaba un poco arrugado.
Intuimos que aquella noche habría una historia extra. Nos quedamos
allí y le hicimos un hueco. El elefante parecía asustado. Mi abuelo,
sorprendido.
-Pero, alma cándida, ¿por dónde has entrado?
El elefante miró hacia la puerta.
-¡Pero si
está cerrada!
El elefante miró hacia la rendija de la puerta.
-¿Por ahí?
El elefante bajó la mirada mientras con las patas intentaba
inútilmente alisar las arrugas de su piel. Se quedó con nosotros. No
le íbamos a poner nombre porque pensamos que no había otro elefante
en la casa pero algo barritó al fondo del pasillo y entendimos que
como mínimo era el segundo. Le llamamos Rendija.
En su honor mi abuelo aquel día contó otra historia. La segunda
historia fue de elefantes.
[...]
Pablo Albo. |
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