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Para una vez que me abrazan.

 

Capítulo 1: Despertar con sobresalto.

            Dicen que es peligroso despertar con sobresalto. Estoy de acuerdo. No debe de ser bueno. Pero mortal tampoco, porque yo sigo vivo y aquella noche me desperté dos veces con el alma en vilo y con todos los pelos de punta.

             La primera fue cuando noté que alguien recostaba su cabeza en mi hombro. No es muy habitual que se apoyen en mí mientras duermo. En mi habitación no me suele pasar, y eso que dicen que murió mi abuelo en ella.

            No llegué a gritar porque me di cuenta enseguida de que era Eva y me acordé de casi todo: de porqué estaba allí conmigo, de que seguíamos en Tabarcla y de cómo habíamos llegado a aquella cala junto al mar para pasar la noche.

            Tampoco estoy acostumbrado a dormir en la playa, ni a tener a Eva tan cerca. Ni siquiera estaba acostumbrado a que estuviera un poco cerca, por eso me llevé el susto. Creo que si una noche despertara con la cabeza de mi difunto abuelo apoyada en el hombro no me pondría tan nervioso.

            Claro, es cierto que el susto me vino cuando ya estaba un poco despierto. Quizá, eso me salvó de la muerte por sobresalto. Pero no de todas las consecuencias. Me entró un tembleque irreprimible, pero no me puse a temblar para no despertarla (no sería tan irreprimible). Si se hubiera despertado me habría notado en la mirada que aquello era lo mejor que me había pasado en la vida. Seguro. Ella sabe leer las miradas y no estaba dispuesto a darle ese gusto, por eso me quedé inmóvil, petrificado, quieto como mi abuelo.

            Pues esa era la situación: no me puse a temblar ni a nada, ella había apoyado su cabeza en mi hombro y yo como no sabía que hacer, y temblar no podía, le pasé la mano por la espalda. A continuación, ella, medio dormida, me pasó un brazo por encima del pecho y otro por debajo... y yo estaba en medio... Vaya, que aunque parezca inverosímil, me abrazó. A mí. Yo empecé a desear estar en clase para contárselo a todo el mundo. ¡Eh, que me ha abrazado! ¡Eva! ¡A mí! Pero como tiene novio me dejé de fantasías y le di un beso en el pelo. Así, como si fuera lo más normal del mundo. No sé porque lo hice. Ni lo pensé. Me salió y ella no dijo nada. Y así estuvimos... no sé, diez minutos, cien, mil... Casi no me atrevía ni a respirar por no despertarla y estropearlo todo.

            La segunda vez que me sobresalté fue cuando, un rato después, ella abrió los ojos y gritó. Puede parecer que gritó porque se dio cuenta de que estaba abrazada a mí, pero no, no fue eso. Despertó, me miró extrañada y sonrió levemente. Lo juro, sonrió. Me sonrió. A mí. Vale, fue por un instante, unas millonésimas de segundo; se dio cuenta de que estábamos abrazados y me sonrió poco antes de ponerse a gritar como una loca. Ella no lo admitirá nunca, pero me da igual. Me sonrió.

            Me levanté de un salto pidiéndole perdón, pero ella vino hacia mí y me abrazó más fuerte sin dejar de gritar. Yo no entendía nada. Entonces señaló hacia el mar. Había una pequeña barca llegando a la playa. Claro, a quien no sepa lo que nos había pasado antes ni por qué habíamos acabado en aquella cala le parecerá una tontería. Eva lo sabía, y aquella barca que se acercaba lentamente en la oscuridad parecía algo sobrenatural.

           Pero lo más lógico era que se tratara de algún asunto ilegal.

            -Chsss. Puede que sea algo turbio -dije pensando en Humphrey Bogart.

            La vista se nos fue acomodando a la oscuridad y vimos que se trataba de un abuelo en una barca de remo.

            -Qué susto más tonto. Será un pescador furtivo –dijo ella.

            -Entonces no hay problema –añadí yo.

            Y no habría habido problema de haber sido un pescador furtivo... o una banda de narcotraficantes. En el fondo los dos sabíamos, pues lo estábamos viendo, que no era una cosa ni la otra.

            A medida que se acercaba íbamos distinguiendo el contorno de la barca y la figura encorvada que remaba. Me pareció que las intermitencias del faro se hacían más largas cuando la iluminaban y que, aunque seguían su movimiento giratorio, dejaban dibujado en el aire una especie de camino, un hilo de luz, un cordón umbilical que la unía con la tierra. Pero no me hagas caso, la imaginación desbocada debe de ser otro de los síntomas del despertar con sobresalto. 

            La escasa luz de la luna y la del faro nos permitieron ir descubriendo nuevos detalles. Era una barca sencilla y vieja, muy vieja. Antigua. Más que antigua. Cuando llegó a la orilla, pudimos leer con dificultad el nombre en el casco: Il Buio. De ella bajó un anciano flaco y retorcido. Extremadamente flaco. Pero sobre todo extremadamente anciano. Yo nunca había visto una persona tan vieja. Su cuerpo parecía haber llegado al límite de la vejez y haberlo sobrepasado. Las ropas, que no eran más que jirones, recordaban a otra época. El rostro, sumamente delgado, era apenas piel y hueso.

             Nosotros estábamos allí, sin hacer absolutamente nada, simplemente observar.

             Se movía con lentitud. Con mucha lentitud, como si cada movimiento le costara un gran esfuerzo. Como si las fuerzas que le quedaban fueran las justas. No sé para qué, pero las justas.

            En cuanto puso el pie en tierra, miró a su alrededor con un movimiento que recordaba al del faro y, claro, nos vio. No es que no nos hubiéramos escondido, es que ni siquiera nos habíamos apartado. Allí estábamos, en medio de la pequeña cala, abrazados y muertos de miedo. Teníamos miedo a pesar de que no parecía representar ningún peligro. La verdad es que solo con que Eva lo estrujara como hacía conmigo en ese momento, el pobre se le descoyuntaría entre los brazos. Pero estaba claro que había algo muy extraño en aquel hombre que se nos acercaba. Sus dedos apenas eran el hueso deformado y un poco retorcido, cubierto de poca piel. Una piel que, como la del resto de su cuerpo, parecía pergamino acartonado y quemado por el sol. Las uñas, sucias. El poco pelo, blanco y repartido por su cabeza en mechones desordenados. La ropa, jirones (bueno, eso ya lo había dicho). Las orejas y la nariz, grandes. Huesudo. Estaba cansado. Conservaba, eso sí, un brillo extraordinario y un color verde intenso en la mirada. Así era.

            Entonces recordé algo que había escuchado no hacía mucho y que me impactó. Me hablaron de una persona de unos setenta años que quiso emprender una aventura loca y, en un vehículo todo terreno, llegó a un poblado remoto en el que sus habitantes rara vez alcanzaban los treinta y cinco. La visión de aquel viejo supuso una gran conmoción en el poblado. Habían descubierto una nueva etapa de la vida.

            Algo así era él para nosotros.

            Su boca sin dientes pareció querer mostrar una sonrisa al descubrirnos. Sonrió aún más al ver el bolsito blanco de Eva a nuestros pies. Se agachó para cogerlo y nosotros echamos a correr. Ya en plena carrera, nuestras piernas decidieron llevarnos hacia el puerto, seguramente porque no era la primera vez que hacían ese trayecto a esa velocidad, solo que en esta ocasión en vez de seguir el camino, decidimos correr campo a través en plena oscuridad porque no nos gustó lo que nos encontramos al subir una pequeña loma. Ya te contaré.

             Corrimos como locos, sin dejar de mirar hacia atrás de vez en cuando. Quienquieraquefueseoloquefuera no tenía ninguna intención de perseguirnos. Se dirigía hacia el torreón con su paso vacilante pero firme y el bolsito blanco de Eva.

             Todavía no te he contado nada del torreón que hay en medio de la isla... me parece que ni siquiera te había dicho que Tabarcla es una isla. Bueno, pues Tabarcla es una isla y tiene una parte poblada y otra no. En el centro de la despoblada hay un torreón y cerca de él un faro. Pero ahora lo importante es que el faro dejó de girar. Se paró justo cuando alumbraba el torreón. A lo mejor se había estropeado precisamente en ese momento, pero la verdad es que parecía señalarlo.

             Eso lo vimos ya desde el puerto, mientras intentábamos recuperar la respiración y esperábamos, aunque faltaban horas, a que nuestros padres llegaran en el primer barco de la mañana, nos pegaran la bronca y nos llevaran de vuelta a casa para poder dormir tranquilamente lejos de allí.

            Llegar a casa, donde las cosas eran normales, donde las personas como mucho eran ancianas y no más allá. Llegar a casa y que todo aquello tan raro acabara. No sabíamos entonces que no estábamos más que en el principio de la historia; de esta historia que te parecerá un poco enrevesada por la manera de contarla, pero me dijo mi mejor amiga, cuando le comenté que quería escribirla, que si empezaba diciendo: <<Hola, soy un chico normal tirando a vulgar. Me llaman el Rarito en clase,  no me como una rosca y voy a contarte una historia>>, nadie seguiría leyéndola. Que primero tenía que despertar intrigas.

            He hecho lo que he podido. Creo que ya puedo empezar por el principio:

            <<Hola, me llamo Ulises, aunque en clase me llaman el Rarito y no suelo despertar demasiado interés en las chicas, por eso me extrañó que Eva aquel día me mirara de esa manera en el barco...>>. Pero para contar eso va a hacer falta otro capítulo, el capítulo dos, que en realidad es el primero.


 
 
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